viernes, 8 de abril de 2011

Codorniz en zapato de satén rosa


Erase una vez una madre que vivía con su hija, a la que denominaban Caperucita, a las afueras de una ciudad. Su casa era una cueva excabada en la roca. Allí la necesidad tenía su asiento en amplio y cómodo diván. Ambas trataban de que, tanta necesidad, no les ahogara, haciendo lo humanamente posible. Mientras la madre trabajaba en un pequeño huerto, la niña cazaba o rebuscaba en el basurero. Un día que el hambre les agujereaba las tripas como un berbiquí, la madre le dijo a Caperucita:

-Toma este zurrón, mete en él la codorniz que cazaste en los pliegues de la ladera y el zapato de satén rosa que hallaste en el basurero y vete hasta donde encuentres al primer lobo armado, rubio o negro, e intenta vendérselos. A ver cuánto te da por ello.

-Si, mamá

-Y no te dejes robar por el camino nada de lo que llevas.

-Si, mamá.

-¡Ah!, ten mucho cuidado con... Pero esto te lo diré al oído porque hasta las pareden oyen y pueden hablar...

-Si mamá, tendré cuidado -contestó la niña tras escuchar lo que la madre le dijo al oído.

Y hacia su destino partió la niña con su zurrón al hombro. Ojos negros, pelo azabache, manos sucias y la sonrisa limpia inundada de luz.

Por el camino tuvo que sortear riachuelos de aguas malolientes, o camiones y tanques destruidos que aun humeaban.

Luego de un tramo de arenales donde se hundían sus pies descalzos (una extensión de terreno mullido para la planta de sus pies) enseguida venía un desierto de pedregales donde escorpiones y víboras se apartaban para dejarle paso saludándola:

-Hola Caperucita, ¿dónde vas?

-Hola escorpión. Voy en busca del lobo armado, rubio o negro, para venderle una codorniz y un zapato de satén rosa.

-Albricias Caperucita, ¿qué tal está tu madre?

-Hola viborita. Mi madre está bien. Y tus hijos, ¿qué tal se encuentran?

-Bien, bien, Caperucita. Que Alá te proteja y que te vaya bien. Y ten cuidado con esos lobos rubios o negros.

-Lo tendré. Hasta la vuelta, amigos.

Y continuó su andadura. 

Trastumbar una cuesta se vio la ciudad: los primeros barrios de la ciudad. Caperucita caminó y caminó hasta que, cerca de un cruce de carreteras y caminos, se paró y colocó el zurrón en el suelo. Por allí solían pasar esos lobos, rubios o negros, montados en sus carros, armados hasta los dientes. Echaban pie a tierra colocándose a distancia unos de otros. Siempre estaban muy quietos y vigilantes atisbando a derecha e izquierda. A veces, entraban entre las calles y callejuelas que se abrían a izquierda y derecha. Llamaban a las puertas de las casas, cuyos habitantes les franqueaban la entraba temerosos.

Pero, por lo que vio, en ese momento no había nadie.

Un gallo cantó tras la pared de una casa. Unos chiquillos, desnudos de cintura para abajo, salieron por la ventana de una vivienda y se pusieron a jugar con cantos y ladrillos rotos construyendo recintos de donde salían y entraban saludándose como adultos. Ella se sentó en el suelo. El día era soleado. El cielo, sucio de polvo y la tierra cubierta con una capa de fino polvo arenoso. Sacó el zapato de satén rosa y la codorniz, a la que acarició con su mano sucia. La codorniz emprendió un vuelo alrededor de su cabeza y se posó en su hombro, y en su pelo, y en su mano y picoteaba sus labios haciéndole cosquillas. Y se rió.

-No seas mala -le decía a la codorniz.

Todo esto llamó la atención de los niños que jugaban por allí y quienes, curiosos y atrevidos, se le acercaron:

-Hola -saludaron.

-Hola -contestó Caperucita.

-¿Qué es ese pájaro?

-Una codorniz. La he cazado en las laderas de cerca de mi casa y la he adiestrado.

-¿Como se llama?

-Libia.

-Hola, Libia -decían los niños y le arrimaban el dedo a su pico.

Caperucita le silbó algo a Libia y comenzó a volar de niño en niño posándose en la cabeza de ellos. Se lo estuvieron pasando muy bien.

Pero de repente se oyó un ruido de vehículos que venían a toda velocidad y levantaron una gran polvareda. Cuando la nube de polvo se fue aposentando en el suelo y el aire aclarándose poco a poco, vio la niña, al fondo de la carretera, varios vehículos de los que bajaban esos lobos rubios o negros y se colocaban unos en el centro de la carretera, otros en las aceras y un lobo, que era negro, se fue a poner cerca de las casas donde jugaron los niños. Por cierto, que nada más oirse el ruido de los coches los niños, espantados, huyeron de Caperucita dejándola sola. Miró y remiró... pero nada... no se les veía por parte alguna. Por buracos y ventanucos, eso si, se adivinaban ojos acechando lo que hacían los lobos rubios o negros.

Caperucita limpió con la falda de su vestido el zapato de satén rosa, ya que se había cubierto de polvo, hasta hacerlo brillar, lo que llamó la atención del lobo negro que estaba colocado, como se ha dicho, cerca de las casas donde antes jugaban los niños. El lobo se quedó prendido del brillo del zapato y de las piernas blancas de la niña.

El lobo se fue acercando. Y la niña acortó distancia yendo hacia él,

-Señor, señor, ¿quiere una codorniz? -y se la ofrecía dentro del zapato de satén rosa- Barato, señor. Mire, es una codorniz adiestrada -y al un silbido se posó en el casco del lobo negro.

-Te compro... solo la codorniz.

-No, señor. Tiene que ir metida en el zapato. Se ha acostumbrado a él. Allí anidará y tendrá sus hijitos.

-No lo quiero. El zapato está sucio. No lo quiero.

-¿Sucio? Si brilla señor...

-Si no lo limpias... no te compro zapato ni codorniz. ¡Límpialo!

-Bueno, señor -y la niña se arremangó la falda para limpiar el zapato dejando asomar sus piernas, blancas como la nieve. 

-Tienes las manos llenas de cascarrias. Sucias. Mira te las puedes lavar... ¿Ves?... Mira... En aquella casa te las lavarán... -y apuntaba una casa cualquiera- Vamos.

-No tengo tiempo, señor. Me tengo que ir.

-Bueno, te compro las dos cosas. Pero ven conmigo. Allí -y señalaba cerca de uno de los vehículos un macuto- Allí tengo el dinero.

-No quiero dinero. Quiero comida.

-Vale, te daré comida, pero antes tienes que quitarle esa suciedad que tiene el zapato. 

-¿Suciedad? ¿Cual suciedad?

-La que tiene cerca de la puntera.

-No la veo señor, pero... -pero no obstante se volvió a subir la falda y retornó a limpiar el zapato de satén rosa. La falda subida dejaba entrever las piernas, blancas como la nieve, de la niña.

El lobo le dio una chocolatina. Y le prometió más si se lavaba las manos. Indicándole una calleja para  lavarse. La niña le dió la codorniz en el zapato de satén rosa. 

-Son suyos, señor.

Y Caperucita se iba alejando del lobo.

-Espera, espera. Ten otras dos chocolatinas. Y termina de limpiar el zapato.

La niña se subió la falda una vez más y comenzó a frotar el zapatito de satén rosa. Las piernas aparecieron de nuevo, blancas como la nieve, a los ojos del lobo. Después de frotar con fuerza el zapato se lo acercó a los ojos subiendo tanto la falda que dejó al descubierto, no solo las piernas, blancas como la nieve, sino la entrepìerna desnuda de la niña. 

El lobo negro, que tenía la codorniz en la mano enguantada, la apretó, instintivamente, espachurrando a la codorniz, quien murió emitiendo un silbido de dolor. La niña miró a la codorniz y al ver aquella masa sanguinolenta dejó, espantada, el zapato en el suelo y echando a correr, desaparecio entre las calles y callejas cercanas del barrio. 

Mientras, el lobo, enfurecido, viendo el zapato de satén rosa en el suelo, lo aplastó con la bota. Y al golpearlo explotó su carga dándole de lleno en piernas y órganos genitales. Mientras caía el lobo negro, acribillaba de balazos, con rabia, las paredes del barrio.