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viernes, 8 de abril de 2011

Codorniz en zapato de satén rosa


Erase una vez una madre que vivía con su hija, a la que denominaban Caperucita, a las afueras de una ciudad. Su casa era una cueva excabada en la roca. Allí la necesidad tenía su asiento en amplio y cómodo diván. Ambas trataban de que, tanta necesidad, no les ahogara, haciendo lo humanamente posible. Mientras la madre trabajaba en un pequeño huerto, la niña cazaba o rebuscaba en el basurero. Un día que el hambre les agujereaba las tripas como un berbiquí, la madre le dijo a Caperucita:

-Toma este zurrón, mete en él la codorniz que cazaste en los pliegues de la ladera y el zapato de satén rosa que hallaste en el basurero y vete hasta donde encuentres al primer lobo armado, rubio o negro, e intenta vendérselos. A ver cuánto te da por ello.

-Si, mamá

-Y no te dejes robar por el camino nada de lo que llevas.

-Si, mamá.

-¡Ah!, ten mucho cuidado con... Pero esto te lo diré al oído porque hasta las pareden oyen y pueden hablar...

-Si mamá, tendré cuidado -contestó la niña tras escuchar lo que la madre le dijo al oído.

Y hacia su destino partió la niña con su zurrón al hombro. Ojos negros, pelo azabache, manos sucias y la sonrisa limpia inundada de luz.

Por el camino tuvo que sortear riachuelos de aguas malolientes, o camiones y tanques destruidos que aun humeaban.

Luego de un tramo de arenales donde se hundían sus pies descalzos (una extensión de terreno mullido para la planta de sus pies) enseguida venía un desierto de pedregales donde escorpiones y víboras se apartaban para dejarle paso saludándola:

-Hola Caperucita, ¿dónde vas?

-Hola escorpión. Voy en busca del lobo armado, rubio o negro, para venderle una codorniz y un zapato de satén rosa.

-Albricias Caperucita, ¿qué tal está tu madre?

-Hola viborita. Mi madre está bien. Y tus hijos, ¿qué tal se encuentran?

-Bien, bien, Caperucita. Que Alá te proteja y que te vaya bien. Y ten cuidado con esos lobos rubios o negros.

-Lo tendré. Hasta la vuelta, amigos.

Y continuó su andadura. 

Trastumbar una cuesta se vio la ciudad: los primeros barrios de la ciudad. Caperucita caminó y caminó hasta que, cerca de un cruce de carreteras y caminos, se paró y colocó el zurrón en el suelo. Por allí solían pasar esos lobos, rubios o negros, montados en sus carros, armados hasta los dientes. Echaban pie a tierra colocándose a distancia unos de otros. Siempre estaban muy quietos y vigilantes atisbando a derecha e izquierda. A veces, entraban entre las calles y callejuelas que se abrían a izquierda y derecha. Llamaban a las puertas de las casas, cuyos habitantes les franqueaban la entraba temerosos.

Pero, por lo que vio, en ese momento no había nadie.

Un gallo cantó tras la pared de una casa. Unos chiquillos, desnudos de cintura para abajo, salieron por la ventana de una vivienda y se pusieron a jugar con cantos y ladrillos rotos construyendo recintos de donde salían y entraban saludándose como adultos. Ella se sentó en el suelo. El día era soleado. El cielo, sucio de polvo y la tierra cubierta con una capa de fino polvo arenoso. Sacó el zapato de satén rosa y la codorniz, a la que acarició con su mano sucia. La codorniz emprendió un vuelo alrededor de su cabeza y se posó en su hombro, y en su pelo, y en su mano y picoteaba sus labios haciéndole cosquillas. Y se rió.

-No seas mala -le decía a la codorniz.

Todo esto llamó la atención de los niños que jugaban por allí y quienes, curiosos y atrevidos, se le acercaron:

-Hola -saludaron.

-Hola -contestó Caperucita.

-¿Qué es ese pájaro?

-Una codorniz. La he cazado en las laderas de cerca de mi casa y la he adiestrado.

-¿Como se llama?

-Libia.

-Hola, Libia -decían los niños y le arrimaban el dedo a su pico.

Caperucita le silbó algo a Libia y comenzó a volar de niño en niño posándose en la cabeza de ellos. Se lo estuvieron pasando muy bien.

Pero de repente se oyó un ruido de vehículos que venían a toda velocidad y levantaron una gran polvareda. Cuando la nube de polvo se fue aposentando en el suelo y el aire aclarándose poco a poco, vio la niña, al fondo de la carretera, varios vehículos de los que bajaban esos lobos rubios o negros y se colocaban unos en el centro de la carretera, otros en las aceras y un lobo, que era negro, se fue a poner cerca de las casas donde jugaron los niños. Por cierto, que nada más oirse el ruido de los coches los niños, espantados, huyeron de Caperucita dejándola sola. Miró y remiró... pero nada... no se les veía por parte alguna. Por buracos y ventanucos, eso si, se adivinaban ojos acechando lo que hacían los lobos rubios o negros.

Caperucita limpió con la falda de su vestido el zapato de satén rosa, ya que se había cubierto de polvo, hasta hacerlo brillar, lo que llamó la atención del lobo negro que estaba colocado, como se ha dicho, cerca de las casas donde antes jugaban los niños. El lobo se quedó prendido del brillo del zapato y de las piernas blancas de la niña.

El lobo se fue acercando. Y la niña acortó distancia yendo hacia él,

-Señor, señor, ¿quiere una codorniz? -y se la ofrecía dentro del zapato de satén rosa- Barato, señor. Mire, es una codorniz adiestrada -y al un silbido se posó en el casco del lobo negro.

-Te compro... solo la codorniz.

-No, señor. Tiene que ir metida en el zapato. Se ha acostumbrado a él. Allí anidará y tendrá sus hijitos.

-No lo quiero. El zapato está sucio. No lo quiero.

-¿Sucio? Si brilla señor...

-Si no lo limpias... no te compro zapato ni codorniz. ¡Límpialo!

-Bueno, señor -y la niña se arremangó la falda para limpiar el zapato dejando asomar sus piernas, blancas como la nieve. 

-Tienes las manos llenas de cascarrias. Sucias. Mira te las puedes lavar... ¿Ves?... Mira... En aquella casa te las lavarán... -y apuntaba una casa cualquiera- Vamos.

-No tengo tiempo, señor. Me tengo que ir.

-Bueno, te compro las dos cosas. Pero ven conmigo. Allí -y señalaba cerca de uno de los vehículos un macuto- Allí tengo el dinero.

-No quiero dinero. Quiero comida.

-Vale, te daré comida, pero antes tienes que quitarle esa suciedad que tiene el zapato. 

-¿Suciedad? ¿Cual suciedad?

-La que tiene cerca de la puntera.

-No la veo señor, pero... -pero no obstante se volvió a subir la falda y retornó a limpiar el zapato de satén rosa. La falda subida dejaba entrever las piernas, blancas como la nieve, de la niña.

El lobo le dio una chocolatina. Y le prometió más si se lavaba las manos. Indicándole una calleja para  lavarse. La niña le dió la codorniz en el zapato de satén rosa. 

-Son suyos, señor.

Y Caperucita se iba alejando del lobo.

-Espera, espera. Ten otras dos chocolatinas. Y termina de limpiar el zapato.

La niña se subió la falda una vez más y comenzó a frotar el zapatito de satén rosa. Las piernas aparecieron de nuevo, blancas como la nieve, a los ojos del lobo. Después de frotar con fuerza el zapato se lo acercó a los ojos subiendo tanto la falda que dejó al descubierto, no solo las piernas, blancas como la nieve, sino la entrepìerna desnuda de la niña. 

El lobo negro, que tenía la codorniz en la mano enguantada, la apretó, instintivamente, espachurrando a la codorniz, quien murió emitiendo un silbido de dolor. La niña miró a la codorniz y al ver aquella masa sanguinolenta dejó, espantada, el zapato en el suelo y echando a correr, desaparecio entre las calles y callejas cercanas del barrio. 

Mientras, el lobo, enfurecido, viendo el zapato de satén rosa en el suelo, lo aplastó con la bota. Y al golpearlo explotó su carga dándole de lleno en piernas y órganos genitales. Mientras caía el lobo negro, acribillaba de balazos, con rabia, las paredes del barrio.


jueves, 28 de junio de 2007

José Mª Amigo Zamorano: Un rabino cabalgando



Fuera por el recordatorio o no, lo cierto que el vino llamó al vino y León se echó un buen lingotazo entre pecho y espalda.

Su salud empeoraba por momentos y solo los recuerdos lo mantenían consciente y lúcido durante unos instantes.

Le dieron arcadas y vomitó.

Se sentó en el único asiento que tenía: una silla con el respaldo cascado que en nada se parecía a aquellas sillas donde se sentaban para la cena de la fiesta de Pascua.

Rememoraban entonces la historia familiar; los Anqaua eran sefarditas, expulsados de España por los tristemente famosos Isabel y Fernando, apellidados Católicos, que, en su forzado desplazamiento, emigraron al norte de África; luego a Turquía; para mas tarde asentarse en Samarcanda y Tashkent; había habido varios rabinos; de todos ellos destacó Efraím Anqaua una mezcla de nostálgica fidelidad a Sefarad y de energía combativa; firmeza de principios por la que fue recordado como el Rabino que Cabalgaba un Toro Embridado de Serpientes, al recomendar a los fieles asistentes a la sinagoga ser indómitos, vigorosos y bizarros como un toro, ante los agresores; y cautelosos y escurridizos, como los culebras, ante los poderosos: "debemos comportarnos como jinetes en toro embridado de serpientes; es decir que la sagacidad y el entendimiento encaucen nuestra voluntad de contrarrestar la poderosa injusticia: así seremos invencibles", se solía recordar el remate de sus sermones con indisimulado orgullo; el rabino Efraím, contaban, había muerto añorando la judería de Hervás, hermosa villa de la provincia de Cáceres, en Sefarad y que, para su desgracia, como para tantos otros, fue enterrado en tierra extraña, en la arábiga Tlemecen.


León, a su antepasado, siempre lo comparó con Carlos -llamaba así al famoso judío alemán Marx como si de un amigo se tratara- "salvando las distancias, claro", por esa postura intransigente y sagaz con los opresores.

Con esa manera de ser a él no le hubiera importado ser rabino; si fuera creyente, que no lo era.


--¡Lamento no poder asirme a nada! ¡ni tan siquiera a la añoranza!

Dolorido, cansadísimo y muy debilitado por la paliza, la pérdida de sangre y los devueltos, se levantó dispuesto a despojarse de sus vestiduras para echarse en la cama y descansar.

Se enredó, medio mareado, con la pata de la silla dándose de bruces con el espejo; este le devolvió el rostro de un borracho ensangrentado tan extraño que visto en una foto se hubiera interrogado acerca de la identidad de sujeto tan mal encarado.

Sacándole la lengua al espejo se dijo que tenía que cuidar de si mismo de lo contrario nadie lo iba a hacer por él.

Mañana mismo liquidaría con su tío Samuel la heredad de Tashkent y se iría lejos, muy lejos; pero ¿donde?... ¡qué mas da!... a USA, por ejemplo; que ¿qué coños se le había perdido allí?: nada; y nada quería encontrar; se le había ocurrido USA por... ¡que leches sabía!, pura casualidad; por continuar la corriente de otros amigos judíos que habían recalado en el "seno del monstruo" para conocerle "las entrañas" aunque su "honda fuera la David".

¡Que perra le había entrado con lo judío! Tenía que hacer algo y pronto si no quería acabar mal, muy mal.

Se le ocurrió, en la nebulosa del mareo, lo de Wole Soyinka, el nigeriano, riéndose en los morros de los defensores de la Negritud:


--"El tigre no proclama su tigritud". Ni el judío su judaísmo, ¡joder!. ¿Por qué tengo que hacerlo? Soy judío por qué si y a mucha hondra.

Inició una especie de corte de mangas que abandonó en mitad de la acción y se cayó de bruces en el suelo.
Luego quedóse como adormecido riéndose de la chanza; últimamente sueña que se extiende, que se estira, que se alarga y se pierde en el infinito como un encefalograma plano.

La sangre, que brota de la comisura de sus morros sonrientes, era una socarrona lengua -sin crestas, ni valles, tal que ese encefalograma plano- dirigida al otro lado del espejo tal como si hubiera algún rapado caminante.

domingo, 6 de mayo de 2007

José Mª Amigo Zamorano: Encefalograma plano



Encefalograma plano

León Saldaviel Anqaua, El Sefardí, nieto, biznieto y tataranieto de rabinos salió a la calle a pasear sin norte ni rumbo. No podía tenerlo.

La vida le había enseñado que sin una idea a donde ir, no había camino que tomar ni meta donde llegar; luego le inculcaron que "sin ideología revolucionaria no hay movimiento revolucionario"; lo cual le pareció de perlas, en consonancia con lo que la vida diaria le mostró a lo largo de los años. Pero había mas: le afirmaron aquello de que "el que no tiene ideología, es como el que no tiene alma".

Con el paso de los años las ideas comenzaron a tambaleársele; y ahora, prácticamente, no tenía nada de eso: tampoco tenía casi resto de lo otro, ni brizna de lo de mas allá: ergo, no tenía alma. Era un desalmado desarmado. Y de los desalmados se podía esperar cualquier cosa: había que precaverse de ellos.

Desalmados sin la ideología revolucionaria, faro, brújula, quinqué, linterna o candil que les alumbrara el camino: no tenían camino que seguir. De modo que al salir de casa pueden torcer hacia una calle o hacia otra: depende del humor del instante. Ya se comprende perfectamente el por qué caminaba sin norte, ni rumbo: al albur.

Era por lo tanto inútil y peligroso para la sociedad, a pesar del desarme, en razón de que los diseñadores, los encauzadores sociales --arreadores todos-- no podían programar nada con garantía fiable de éxito dadas las singulares reacciones que semejante individuo podía tomar. Así no había diseño posible. Tenían que estar alerta: desposeído, sí; y monstruoso, también.

Él se lo estaba creyendo; bueno, por mejor decir, flotaba en un mar de incertidumbres; mas todavía: en un encrespado piélago: primer paso, pensaba, para su devastación completa.

Ya en la puerta del edificio, se paró un buen rato en el peldaño, mirando la rosa de los vientos, hasta determinar su andariega trayectoria; por fin encaminose a la izquierda; por inercia. Escasos transeúntes se aventuraban, esa noche, con la niebla espesa que se había cernido sobre la metrópoli.

La humedad, la helada humedad que, no obstante, preludiar la primavera, taladraba, como un berbiquí, hundiéndose en los huesos. Y mas a él que, por toda protección, tenía una chaqueta de entretiempo: poca defensa, escaso abrigo, ante tamaña fresquera meteorológica. Se estremeció.

Coches y mas coches surgían de improviso al escenario de su mirada para evaporarse rápidos tras el cortinaje neblinoso; pero no sin antes enviarle una vaharada de humo y niebla helada que le hacía toser provocándole arcadas. Se arrimó a la pared y vomitó la poca comida y el mucho vino que se había echado al coleto.

No podía acusar a los automóviles, ni a los automovilistas, de su estropicio estomacal sin incriminarse a él mismo, máxime teniendo, como tenía ya hace años, un pequeño vehículo. Si no lo usaba se debía simplemente a que el escaso combustible que le quedaba en el depósito lo retenía para casos relevantes.

Si le preguntaran, y alguno podría interrogarle, no sabría determinar, en esos precisos instantes, las características de esos realces; siendo completamente veraz, y lo era, no apreciaba protuberancia, cresta o altibajo por parte alguna; no lo advertía ni en él ni en su entorno: todo era ... ¡eso!, como un encefalograma plano, liso, llano, raso... Palabreja esta, "encefalograma", que aún teniendo concomitancias necrológicas --o por tenerlas precisamente-- le venía ahora a la memoria produciéndole un ligero escalofrío.

Y ese "encefalograma" corroía lo poco que quedaba de sus, ya desgastadísimos, fundamentos ideológicos --ideas que le enseñaron los remendones socialistas con los que hablara, antaño, siendo un adolescente-- que le empujaron a contender sin tregua ni cuartel contra las "ideas generales":

-- "Análisis concreto de la situación concreta, muchacho: nada de ideas generales sustento de la burguesía que quiere hacer el mundo a su imagen y semejanza" --le recomendaban siempre.

¿Qué podía analizar él, aquí y ahora?, ¿dónde encontrar esas concreciones?: no había salientes, relieves, volúmenes... que pudiera columbrar desde diversos ángulos; comparar el juego de iluminaciones y obscuridades para, por ejemplo, sitiar, acosar y, finalmente, marginar demarcaciones tenebrosas: no había nada de nada.

Y lo que hubiera, que él no lo veía por ningún sitio, se le escurría como pez de entre las manos. Lo que se le presentaba a la observación, mecánica tal vez, era esa indefinida realidad; y le indicaba el éxito de todo aquello contra lo que había luchado: la victoria de las ideas, de los conceptos generales; por todas partes y a todas horas; lo concreto estaba oculto, no se veía.

Bueno él era un hecho concreto; pero no contaba para la patraña con mayúscula; era un encefalograma liso, raso; y para mas inri, desalmado y desarmado; es decir: triplemente plano.

Había, eso sí, coches, muchos coches; calles, muchas calles; niebla, mucha niebla; frío, mucho frío... muy común, muy general, todo.

Al separarse del paredón luego del vómito y continuar su desequilibrado callejeo le sale al paso una espantajo, un fantasma: nada específico, solo la voz:

--Una limosna, señorito, ¡por amor de Dios!; tenga compasión de esta madre con cinco hijos y un padre en paro que no puede alimentarlos.

--A bueno has ido a pedir; si yo te contara... -- contesta.

--¡Ojalá te mueras de frío, cabrón!

Prosiguió adentrándose en la niebla.

Cada vez siente mas frío. La chaqueta se le ha humedecido y ya no le sirve para nada.

Le asalta la luz de un bar. El rótulo pregona "Bar Israfel". Enfrente del mismo unos negros bobos de Burkina Fasso han puesto un tenderete de venta ambulante.

Para espantar el frío del cuerpo se dan palmadas a la espalda cruzando los brazos. Se introduce en el bar casi a trompicones y se da de bruce contra el mostrador. Cuando alza la vista queda prendida de un retrato:

-- ¡Coño!, a ese lo conozco yo... ¡claro!, Edgar Poe.

Pide un vaso doble de vino tinto.

--¡A ver, el dinero!; que te conozco como si te hubiera parido -- le espeta el del mostrador.

--Dame el vino, ¡joder!: que tengo dinero.

En un santiamén se bebe dos dobles; su cuerpo se entona al contrarrestar el calor del vino y del local al frío de la calle y de la chaqueta.

En la televisión están debatiendo sobre la juventud: uno de los contertulios generaliza diciendo que ésta, la juventud se entiende, nada en la abundancia; luego interviene otro y otro... están de acuerdo todos en que les han educado mal: viven en la despreocupación y la molicie.

Piensa que no todos los jóvenes son iguales; sin ir más lejos y para muestra, los negros bobos de Burkina Faso que están ahí en la calle; pero inmediatamente se retracta de su consideración diciéndose que es posible que tengan razón; al fin y al cabo su anterior pensamiento ha sido quizás puro reflejo de la ideología que tuvo y que ya no tiene al abandonarla por fracasada, como lo ha sido, en todos los frentes; ahora dominan las ideas generales; los encefalogramas planos.

Y por si le cupiera alguna duda ahí están, sin ir mas lejos, esas eminentísimas estrellas del debate televisivo demostrándoselo con argumentos que, sin convencerlo del todo...

Un movimiento de los parroquianos del establecimiento le hace desviar la vista del púlpito moderno en dirección de las cristaleras que dan a la calle: un grupo de "cabezas rapadas" ha irrumpido a patadas tirando el puesto de venta a los negros que aterrorizados huyen.

¡Pobres negros! piensa con una mezcla de conmiseración y desprecio, contemplando la escena; y, contemplándose a él y a los clientes del bar; convendría ahora, en ese preciso momento, analizar el caso concreto en la situación concreta, pero no puede llegar a ninguna conclusión al ser, a todas luces, el movimiento corporal prácticamente un encefalograma plano: solo se han movido más que los ojos.

Una patada en la puerta que se abre astillada, voces, aullidos -"¡mirones, inútiles, jilipollas!"- unos puntapiés en el culo, "judío de mierda", oye; y casi de inmediato le golpean la cabeza con algo duro, quizás un bate de béisbol y cae al suelo al suelo todo lo largo que es, lo que ha conseguido interrumpir su casi conclusa encefalogramada reflexión.

Con la misma rapidez que entraron los rapados emprenden la huida.

Se apodera el silencio del local tan solo roto por la cháchara de la televisión; uno de los bonzos o sacerdotes de la cultura insistía perorando -- bla, bla, bla-- sobre la despolitizada y apática juventud de hoy en día.

Alguien le ayuda a levantarse. Tiene la cabeza abierta y la cara ensangrentada. Medio grogui pregunta al camarero:

--¿Que te debo?


--Nada: no me debes nada; y vete a curarte pronto; de lo contrario la vas a diñar.

--Gracias -- dice y abandona el local mientras se van animando las opiniones en los corrillos de los clientes: que si "¡qué cabrones!, ¡racistas!", etc --bla, bla, bla-- que si "conmigo iban a dar", que "no hay gobierno", que...

La niebla se ha espesado muchísimo, hasta el extremo de no verse más que algún metro delante del que camina.

Atraviesa la calle y se adentra, con paso vacilante aunque decidido, en la espesura. Un camarero, que sale a la terraza cabreado porque iba a cerrar, tiritando saluda al sol que se ha sentado, tan pancho, a tomar un helado.

Y un estudiante pobre se acerca a la mesa para aprovechar la luz y el calor del astro: lleva esperando horas y la patrona del piso no ha venido aún de gastarse el mes de los pupilos.

En el mismo centro de la calle, una tribu de negros --bobos de Burkina Faso-- ha levantado su fuego ancestral: en plena calle; tocan el tam - tam; bailan; se van a cenar un cabeza rapada que, asándose en las parrillas como un san Lorenzo, llora como una Magdalena ¡él, tan hombre!; había concebido una estratagema: entrar en los estómagos de los africanos para zurrarles la badana a los hígados africanos con un bate de béisbol; pero no se lo han permitido cortándole las manos .

Cansado de andar entre la neblina se para con los negros con ánimo de congraciarse con ellos; dolidos, como están, por su pasividad, no le hacen ni caso.

Ha perdido mucha sangre; y se siente dulcemente extenuado.

Haciendo un esfuerzo regresa al zaquizamí.

domingo, 7 de enero de 2007

Iswe Letu: LOS RELATOS: 1. 'Quién me dirá, quién me dira'




LOS RELATOS: QUIÉN ME DIRÁ

por Iswe Letu


"¿Quién me dirá, quién me dirá, // si se ama en el Más Allá?"
Así cantaba el caminante, al parecer... con alegría, con fuerza, con ilusión, con ganas...
--Y... ¿emprendió resuelto la subida? -preguntaron.
--Parece que si, aunque no lo sé. Pero... cuando, por fin, cansado, triste, cabizbajo... como ustedes quieran... desolado... tras una subida en la que se hundía en la arena continuamente... y dando un paso, resbalaba... y dando otros más... caía de bruces... acampó en la cima de la duna, levantó la mirada hacia el Amado; vio el camino cada vez más difícil y lejano... atrayente y repulsivo a la vez... hasta el extremo que le resultó dolorosísimo el contraste.
--¿De dónde nació su dolor? -quisieron averiguar.
--Eso si que es un misterio..., tal vez le daban envidia las albercas, las fuentes y los manantiales..., allá... a lo lejos... ¡tan iluminadas!... ¡tan envueltas en esa luz clarísima!... repugnante... Si, parecían... todas ellas, rodeadas o envueltas de vacío... como si carecieran de aire; y su liquido... su liquido... su líquido asemejaba una leche vana y... angustiosa y contradictoriamente, medio ennegrecida, como... como... como roña de maíz, sí.
--Pero... ¿dónde se hallaba? -inquirieron.
--Estaba, por lo pude colegir, en una heredad ensimismada, brillante y clarísima, que ya he dicho.
--¿Capada de su poder seminal? -afirmaron preguntando.
--Si y no: triste; como el mismo terreno en la que estaba enclavada; misteriosa además; y, para mayor desgracia, atacada, por una especie de cuervos de la más antigua edad; cuyo plumaje era de una negrura infinita; irradiaba ese plumaje una luz ciertamente dolorosa...
--¡Ah!, ¡ya!: resplandecían hacia sí, hacia dentro, como esas pandillas de jóvenes por la calle que, aunque miran al frente, parece que sus ojos están vueltos a sus entrañas, al centro de sus vísceras -iban comprendiendo poco a poco.
--Eso.
--Cuervos parlanchines a los que no se les oía: también lo hacían hacia ellos, ¿no?.
--Eso.
--Y que luego, mezquinos y desalmados, sin compasión para el dolor del viajero, se ocultaban en las semillas desapareciendo por completo como engullidos o camuflados por el agujero seminal.
--Eso. Y aumentaban la dolorosa pena del viajero sus graznidos.
--Y él... ¿qué hizo?
--Decidido, sin esperar a más, y sin preguntarse el por qué de tan intempestivo y extraño comportamiento... por un impulso
emocional, irracional, primario..., como pez en el agua se deslizó duna abajo.
--¿Se fue a enfrentarse? -interrogaron sorprendidos.
--Por supuesto y... valientemente... como se ha podido deducir... sin importarle nada... a esa negrura infinita que intuía fatal, no sólo para él...; y cuando logró extender la mano y cerrarla en un puño...
--¿Fue sólo un simple ademán? -la pregunta indicaba desilusión.
--No, no, no: inició su advertencia... seriamente... con todos los ingredientes que conlleva una amenaza... a los negros bicharracos... Pero sorprendido por su ausencia...
--¡Qué bobada! no sé por qué se sorprendió, si, como había visto... quedaban escondidos, engullidos o camuflados... -fue una exclamación espontánea.
--Lo cierto es que, asustado ante esa ausencia, ante ese vacío, ante esa nada, -pues nada parecían esos cuervos invisibles- ante esa nada que se ocultaba, manoteó desesperadamente, doblándose su talle, como caña de maíz...
--¿Murió?
--Creo que llevaba muriendo desde que emprendió la subida...
--¡Otra estupidez!... ¡claro!... ¡desde que nació!... ¡como todos!
--Ahí es donde radica, creo yo, su valentía: en su conciencia. Cantaré por el caminante sin alegría, sin fuerza, sin ilusión, sin ganas: "¿Quién nos dirá, quién nos dirá, // si se ama en el Más Allá?."


RELATO DE LAS PÁGINAS DE 'CAMINAR CONOCIENDO' 39 y 40 DEL Nº 9

Juan Gonper: UNA NOCHE CON MANUELA

Por Juan Gonper (*)

Tictac, tictac, tictac: Manuela se es­patarra edematosa y sin ropa interior ante mí. Le toco en una pierna, como en un roce sin querer, con el canto de la mano, y está fría. ¡Manuela! Ella, medio desvencijada, fuma un grueso Montecristo: Esta Circe fi­nemilenaria se frota los muslos y me re­mira lasciva. Pasa el tiempo, y pasa, y las colillas cubren el cenicero y los pobres pau­pérrimos dormitan como trastocados cuerpos de cerumen junto al contenedor ba­surero de las hamburgueserías america­nas.
Hoy no parece una noche como cual­quier otra: vengo sin afeitar con los ojos legañosos y los pantalones casi caídos; y sin la vaselina: existo sólo y en mi compa­ñía: mi ángel de la guarda nos ob­serva y vomita, tras una brutal regurgita­ción, sobre las sabanas de Manuela: los úl­timos garbanzos sin digerir, del cocido de la comida, fluyen por la aduana de un esó­fago de goma con mucosas de plástico. Ma­nuela coge uno con su mano libre y con dos dedos, muy remilgada ella, lo lanza hacia el techo con la fuerza de las tormen­tas de hostigo y veraniegas: Manuela po­dría ir a cualquier concurso de la tele: ha detenido la caída del cocido misil con el ca­nalillo intermamario.
Así es Manuela: así es el cauce entre­tetas de Manuela. Y frente a ellas es­toy yo con mi soledad: a solas: se me des­tiñe el bulto de la entrepierna. Manuela echa unas lágrimas sugerentes y postizas al estilo de las agüillas de las muñecas pepo­nas. Y enfrente, más allá de ella, se abre el quinto pino del cielo repleto de estrellas y una carretera secundaria y el mapa de las subvenciones remolacheras y alguna que otra boina que no vivirá mucho sobre esta existencia.
Ya no me gusta desear a Manuela. Manuela lleva los tirabuzones de pelo de ahí de color carmesí; a la moda más hor­tera, y una mariposa pequeñita tatuada junto a la parte interior del muslo. Soy un capullo. Siempre he dicho que interesa lo que se presume y no se ve. Además se ha hecho un percing en la rasurada higa si­guiendo un consejo mío. Así es esta indivi­sible Manuela. Y yo estoy frente a ella en un escorzo forzado y mirando por el rabillo del ojo.
Quizás me gustaría revitalizar a Ma­nuela hasta matarla; ó rematarla como un vulgar cochinillo chillón. Ella no llega: es­toy solo; sólo con Manuela. Las ideas me fluyen hacia las circunvoluciones cerebra­les del bestialismo. Una golondrina da vuel­tas y mas vueltas por el enrejado vello de Manuela. Y mientras tanto Manuela se lo hace con mi sombra pero no se moja, no se moja, no se moja. Así es Manuela. ¡Un olé por estos huevos de frialdad y de Ma­nuela!
¡Cuidado con Manuela!, hoy tengo un humor de perros: la hiel embriaga el humo de mi cigarro: la deflecada carretera curva de mi sombra se extiende infinita ante nosotros dos. La gente nos ve pasar pero no nos ve: ya es de noche. La gente tiene la mala costumbre de cambiar de día, todos los días, roncando o rezando o dando navajazos a cualquier maloliente borracho trotafarolas. ¡Hoy no soporto a Manuela!; ¡y ella en el limbo! Manuela me mira sin pestañear. ¡Házmelo como si fuera una pe­rra!, me insinúa. Tengo jaqueca. Mis neuro­nas juegan a los bolos con la testosterona. ¡Que no, joder!; ¡que no! Hace calor y me­dito sobre los encabritados pechos de Ma­nuela. Esta noche no es como otras noches. Temo sentirme engullido por ella y por Ma­nuela; temo, incluso, algún tipo de albo­rotos en ellas.
Una negrísima mosca zumbona nos sobrevuela; en una esquina de nuestro espa­cio existencial un murgaño se ahorca con liquido seminal. Y Manuela que no llega, que no llega, que no llega.
No sé... Manuela se airea las greñu­das trenzas del pelo. Parece una ingrávida barragana durmiendo la siesta. Manuela me hace perder el juicio: algún día alguna no­che, desmembraré a Manuela para ver el fo­goso mecanismo de su interior. Creo que un buen primer paso reventador sería meter una puñalada trapera en el pellejo del punto G de esta julandrona.
¡Vaya con Manuela! A Manuela le su­dan los pies y me dejo contagiar. Era per­fecta; una mujer cañón y de película. Al­guna lejana noche de reprimidas pasio­nes estuve enamorado de Manuela y como en la ensoñación del umbral de un asom­broso espacio de cristal: Manuela y yo: una tarde madrileña salí de copas por la Puerta del Sol, por Montera, por Fuencarral... Me esperaban mulatas trotamundos, varias saxo­fonistas solitarias, algún chapero enca­britado y de pelo casposo; poco más. Entre tanta escoria de recidivantes pecados venia­les me colé por ella: una piernas color ca­nela en rama limitaban una minifalda de cuero negro y dos finos tacones altísimos: invité a Manuela a una copa. En aquellos tiempos yo me bebía la copa y la inducía a ella a relamer las húmedas comisuras de mis labios: antes me gustaba; ahora me jo­den sus resecos lengüetazos. Y, además, desde hace una cuantas ovulaciones no ha vuelto ha rascarme la espalda. Manuela me produce, ya, una cierta repugnancia; sus cuernos arañan mis entrañas y los temo más que a un vitorino. Tal vez seauna obse­sión, ó un cierto grado de impotencia, pero debo huir de esa sombra del pasado.
Dice el poeta que a memoria es un viernes una nube. Estas frases suscitan un cosmos de imbéciles realidades inimagina­rias: he comenzado ha incinerar a Manuela después de atar sus muñecas de mimbre con las cuentas de un rosario heredado de mi abuela. Los barrotes de nuestro lecho nupcial han chirriado: una cerilla y una bo­tella de alcohol de curar heridas es sufi­ciente para aliviar los ardores de mis entra­ñas. Huele a resignación; la habitación apesta a la memoria de versos inconclusos.
Manuela ha abierto aun más su boca de tragona nerviosa y echa un humo arraba­lero muy negro. Pero no temo la cár­cel ni los hambrientos sueños de incierto, y próximo, futuro; es la única solución antes de iniciar otro viaje a las cloacas del centro de Madrid: no soporto esa bigamia y me­nos el pensar que ellas llegasen al enamora­miento: creo que he nacido para ser el reye­zuelo dictador de las necesidades fisio­lógicas de mi bajo vientre.
Manuela se ha espatarrado tanto que sus nalgas han crujido desvencijadas. La re­dondez de los pezones se retuercen como goma neumática quemada. ¡Jódete, Ma­nuela! Ahora Manuela me parece un tanto espesa: un cocido recalentado. Huele a re­sina y a flujos. Tictac, tictac, tictac; el tiempo se ha comido a Manuela. Manuela ya no me excitaba: parecía una de esas tortu­gas darwinianas exentas de nuevas auro­ras.
Ahora Manuela me mira un tanto mustia, y eterna, sin pestañear: ¡siempre Manuela! No volverá a atormentarme con ese continuo sollozo sardónico burlón. Se ha retorcido sobre su inexistente esqueleto como una culebra, pero no ha dicho ni mú: fue el paradigma de la sumisión; la mujer perfecta. Pero ya no me excitaba ni con pi­las alcalinas: creo que preferiré la muñeca hinchable de Pamela Anderson; o similar.

(*) JUAN GONPER ES EDITOR (director de la editorial Celya en Salamanca) Y ESCRITOR.

(Relato que apareció en las páginas 41 y 42 del nº 9 de la revista 'Caminar conociendo')

Antonio Escudero: AMOR Y MUERTE EN PUEBLA DE ALCOCER

AMOR Y MUERTE EN PUEBLA DE ALCOCER

Por Antonio Escudero

(En homenaje a Eusebio García Luengo)

En Puebla de Alcocer, vivían Mirian -- hermosa hija del rabino Ismael-- y Julián, --apuesto mozo, hijo de un culto mercader judío, dueño de viñedos en la comarca de la Serena.
Como lo hermoso va siempre en busca de lo bello y de lo bueno, Julián y Miriam se conocieron y entre ellos surgió el irresistible impulso del amor. Un amor casto y puro. Como lugar preferido de sus encuentros eligieron el manantial conocido por Fuente de la Albuhera, algo distante del centro de la ciudad y que favorecía la tranquilidad y la soledad, tan apreciadas siempre por los enamorados.
Y en una hermosa tarde de verano, mientras Mirian escuchaba a Julian embelesada, él le habló de la visión que unos del lugar habían tenido: aseguraban habérsele aparecido el sabio Maimónides, que, coronado de un olivo, descendía del castillo cabalgando un caballo ruano embridado por una gran serpiente viva.
Pero el Mal se cernía sobre ellos. Eran vigilados por Zoilo, un muchacho de mirada torva que dio cuenta inmediata de las citas de los amantes a su primo Pelayo, hombre de mediana edad y poderoso terrateniente cristiano, que había pretendido a la joven hebrea y que había sido rechazado por ella.
Pelayo, abrumado por los celos y lleno de rencor hacia los judíos, juró desquitarse y tomar venganza: “Si no puede ser mía, tampoco será de nadie”. Y en su rostro se dibujó el odio.
Visita al rabino y de un modo insidioso, y mintiendo, le cuenta que las relaciones de su hija con el joven mercader habían llegado a ser pecaminosas e irreparables. Percatándose el rabino, hombre principal, sabio y virtuoso, de las perversas intenciones de Pelayo, con energía bíblica le dijo: “¡Vete de mi casa, protervo, y no calumnies los amores de mi hija y Julian, blancos y puros como la nieve, y que acatan siempre las leyes del Eterno! ¡Vete y no vuelvas más!
Fuera de si, echando espuma de rabia por al boca, Pelayo se dirigió hacia la casa de Zoilo y ambos decidieron dar muerte en secreto a los jóvenes judíos.
En vísperas del Sabbat, en la Fuente de la Albuhera, cuando los enamorados juntaban sus miradas y sus manos, llenos de nobles sentimientos, fueron sorprendidos y cosidos a puñaladas por los infames primos; y, amparándose en la oscuridad de la noche, huyeron.
A la mañana siguiente, abrazados, fueron descubiertos los cadáveres abrazados y esbozando la dulce sonrisa de los justos. Nadie al parecer vio ni oyó nada. Los asesinos pertenecían a una familia influyente. Y los jueces se limitaron a unas indagaciones rutinarias.
Los padres de los jóvenes recogieron los cuerpos de sus hijos, y entre gritos y llantos de los familiares y amigos, les dieron sepultura uno junto al otro, donde reposaban los restos de sus antepasados.
Desde entonces se cuenta que algunas noches de invierno, se oyen los requiebros y palabras de amor de Julián; y sobre todo, los suspiros y lamentos de la joven hebrea a la que el pueblo, curiosamente, también llamaban Maruxa.


PAGINAS 42 y 43 DE 'CAMINAR CONOCIENDO'