Fuera por el recordatorio o no, lo cierto que el vino llamó al vino y León se echó un buen lingotazo entre pecho y espalda.
Su salud empeoraba por momentos y solo los recuerdos lo mantenían consciente y lúcido durante unos instantes.
Le dieron arcadas y vomitó.
Se sentó en el único asiento que tenía: una silla con el respaldo cascado que en nada se parecía a aquellas sillas donde se sentaban para la cena de la fiesta de Pascua.
Rememoraban entonces la historia familiar; los Anqaua eran sefarditas, expulsados de España por los tristemente famosos Isabel y Fernando, apellidados Católicos, que, en su forzado desplazamiento, emigraron al norte de África; luego a Turquía; para mas tarde asentarse en Samarcanda y Tashkent; había habido varios rabinos; de todos ellos destacó Efraím Anqaua una mezcla de nostálgica fidelidad a Sefarad y de energía combativa; firmeza de principios por la que fue recordado como el Rabino que Cabalgaba un Toro Embridado de Serpientes, al recomendar a los fieles asistentes a la sinagoga ser indómitos, vigorosos y bizarros como un toro, ante los agresores; y cautelosos y escurridizos, como los culebras, ante los poderosos: "debemos comportarnos como jinetes en toro embridado de serpientes; es decir que la sagacidad y el entendimiento encaucen nuestra voluntad de contrarrestar la poderosa injusticia: así seremos invencibles", se solía recordar el remate de sus sermones con indisimulado orgullo; el rabino Efraím, contaban, había muerto añorando la judería de Hervás, hermosa villa de la provincia de Cáceres, en Sefarad y que, para su desgracia, como para tantos otros, fue enterrado en tierra extraña, en la arábiga Tlemecen.
León, a su antepasado, siempre lo comparó con Carlos -llamaba así al famoso judío alemán Marx como si de un amigo se tratara- "salvando las distancias, claro", por esa postura intransigente y sagaz con los opresores.
Con esa manera de ser a él no le hubiera importado ser rabino; si fuera creyente, que no lo era.
--¡Lamento no poder asirme a nada! ¡ni tan siquiera a la añoranza!
Dolorido, cansadísimo y muy debilitado por la paliza, la pérdida de sangre y los devueltos, se levantó dispuesto a despojarse de sus vestiduras para echarse en la cama y descansar.
Se enredó, medio mareado, con la pata de la silla dándose de bruces con el espejo; este le devolvió el rostro de un borracho ensangrentado tan extraño que visto en una foto se hubiera interrogado acerca de la identidad de sujeto tan mal encarado.
Sacándole la lengua al espejo se dijo que tenía que cuidar de si mismo de lo contrario nadie lo iba a hacer por él.
Mañana mismo liquidaría con su tío Samuel la heredad de Tashkent y se iría lejos, muy lejos; pero ¿donde?... ¡qué mas da!... a USA, por ejemplo; que ¿qué coños se le había perdido allí?: nada; y nada quería encontrar; se le había ocurrido USA por... ¡que leches sabía!, pura casualidad; por continuar la corriente de otros amigos judíos que habían recalado en el "seno del monstruo" para conocerle "las entrañas" aunque su "honda fuera la David".
¡Que perra le había entrado con lo judío! Tenía que hacer algo y pronto si no quería acabar mal, muy mal.
Se le ocurrió, en la nebulosa del mareo, lo de Wole Soyinka, el nigeriano, riéndose en los morros de los defensores de la Negritud:
--"El tigre no proclama su tigritud". Ni el judío su judaísmo, ¡joder!. ¿Por qué tengo que hacerlo? Soy judío por qué si y a mucha hondra.
Inició una especie de corte de mangas que abandonó en mitad de la acción y se cayó de bruces en el suelo.
Luego quedóse como adormecido riéndose de la chanza; últimamente sueña que se extiende, que se estira, que se alarga y se pierde en el infinito como un encefalograma plano.
La sangre, que brota de la comisura de sus morros sonrientes, era una socarrona lengua -sin crestas, ni valles, tal que ese encefalograma plano- dirigida al otro lado del espejo tal como si hubiera algún rapado caminante.
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