domingo, 7 de enero de 2007

Juan Gonper: UNA NOCHE CON MANUELA

Por Juan Gonper (*)

Tictac, tictac, tictac: Manuela se es­patarra edematosa y sin ropa interior ante mí. Le toco en una pierna, como en un roce sin querer, con el canto de la mano, y está fría. ¡Manuela! Ella, medio desvencijada, fuma un grueso Montecristo: Esta Circe fi­nemilenaria se frota los muslos y me re­mira lasciva. Pasa el tiempo, y pasa, y las colillas cubren el cenicero y los pobres pau­pérrimos dormitan como trastocados cuerpos de cerumen junto al contenedor ba­surero de las hamburgueserías america­nas.
Hoy no parece una noche como cual­quier otra: vengo sin afeitar con los ojos legañosos y los pantalones casi caídos; y sin la vaselina: existo sólo y en mi compa­ñía: mi ángel de la guarda nos ob­serva y vomita, tras una brutal regurgita­ción, sobre las sabanas de Manuela: los úl­timos garbanzos sin digerir, del cocido de la comida, fluyen por la aduana de un esó­fago de goma con mucosas de plástico. Ma­nuela coge uno con su mano libre y con dos dedos, muy remilgada ella, lo lanza hacia el techo con la fuerza de las tormen­tas de hostigo y veraniegas: Manuela po­dría ir a cualquier concurso de la tele: ha detenido la caída del cocido misil con el ca­nalillo intermamario.
Así es Manuela: así es el cauce entre­tetas de Manuela. Y frente a ellas es­toy yo con mi soledad: a solas: se me des­tiñe el bulto de la entrepierna. Manuela echa unas lágrimas sugerentes y postizas al estilo de las agüillas de las muñecas pepo­nas. Y enfrente, más allá de ella, se abre el quinto pino del cielo repleto de estrellas y una carretera secundaria y el mapa de las subvenciones remolacheras y alguna que otra boina que no vivirá mucho sobre esta existencia.
Ya no me gusta desear a Manuela. Manuela lleva los tirabuzones de pelo de ahí de color carmesí; a la moda más hor­tera, y una mariposa pequeñita tatuada junto a la parte interior del muslo. Soy un capullo. Siempre he dicho que interesa lo que se presume y no se ve. Además se ha hecho un percing en la rasurada higa si­guiendo un consejo mío. Así es esta indivi­sible Manuela. Y yo estoy frente a ella en un escorzo forzado y mirando por el rabillo del ojo.
Quizás me gustaría revitalizar a Ma­nuela hasta matarla; ó rematarla como un vulgar cochinillo chillón. Ella no llega: es­toy solo; sólo con Manuela. Las ideas me fluyen hacia las circunvoluciones cerebra­les del bestialismo. Una golondrina da vuel­tas y mas vueltas por el enrejado vello de Manuela. Y mientras tanto Manuela se lo hace con mi sombra pero no se moja, no se moja, no se moja. Así es Manuela. ¡Un olé por estos huevos de frialdad y de Ma­nuela!
¡Cuidado con Manuela!, hoy tengo un humor de perros: la hiel embriaga el humo de mi cigarro: la deflecada carretera curva de mi sombra se extiende infinita ante nosotros dos. La gente nos ve pasar pero no nos ve: ya es de noche. La gente tiene la mala costumbre de cambiar de día, todos los días, roncando o rezando o dando navajazos a cualquier maloliente borracho trotafarolas. ¡Hoy no soporto a Manuela!; ¡y ella en el limbo! Manuela me mira sin pestañear. ¡Házmelo como si fuera una pe­rra!, me insinúa. Tengo jaqueca. Mis neuro­nas juegan a los bolos con la testosterona. ¡Que no, joder!; ¡que no! Hace calor y me­dito sobre los encabritados pechos de Ma­nuela. Esta noche no es como otras noches. Temo sentirme engullido por ella y por Ma­nuela; temo, incluso, algún tipo de albo­rotos en ellas.
Una negrísima mosca zumbona nos sobrevuela; en una esquina de nuestro espa­cio existencial un murgaño se ahorca con liquido seminal. Y Manuela que no llega, que no llega, que no llega.
No sé... Manuela se airea las greñu­das trenzas del pelo. Parece una ingrávida barragana durmiendo la siesta. Manuela me hace perder el juicio: algún día alguna no­che, desmembraré a Manuela para ver el fo­goso mecanismo de su interior. Creo que un buen primer paso reventador sería meter una puñalada trapera en el pellejo del punto G de esta julandrona.
¡Vaya con Manuela! A Manuela le su­dan los pies y me dejo contagiar. Era per­fecta; una mujer cañón y de película. Al­guna lejana noche de reprimidas pasio­nes estuve enamorado de Manuela y como en la ensoñación del umbral de un asom­broso espacio de cristal: Manuela y yo: una tarde madrileña salí de copas por la Puerta del Sol, por Montera, por Fuencarral... Me esperaban mulatas trotamundos, varias saxo­fonistas solitarias, algún chapero enca­britado y de pelo casposo; poco más. Entre tanta escoria de recidivantes pecados venia­les me colé por ella: una piernas color ca­nela en rama limitaban una minifalda de cuero negro y dos finos tacones altísimos: invité a Manuela a una copa. En aquellos tiempos yo me bebía la copa y la inducía a ella a relamer las húmedas comisuras de mis labios: antes me gustaba; ahora me jo­den sus resecos lengüetazos. Y, además, desde hace una cuantas ovulaciones no ha vuelto ha rascarme la espalda. Manuela me produce, ya, una cierta repugnancia; sus cuernos arañan mis entrañas y los temo más que a un vitorino. Tal vez seauna obse­sión, ó un cierto grado de impotencia, pero debo huir de esa sombra del pasado.
Dice el poeta que a memoria es un viernes una nube. Estas frases suscitan un cosmos de imbéciles realidades inimagina­rias: he comenzado ha incinerar a Manuela después de atar sus muñecas de mimbre con las cuentas de un rosario heredado de mi abuela. Los barrotes de nuestro lecho nupcial han chirriado: una cerilla y una bo­tella de alcohol de curar heridas es sufi­ciente para aliviar los ardores de mis entra­ñas. Huele a resignación; la habitación apesta a la memoria de versos inconclusos.
Manuela ha abierto aun más su boca de tragona nerviosa y echa un humo arraba­lero muy negro. Pero no temo la cár­cel ni los hambrientos sueños de incierto, y próximo, futuro; es la única solución antes de iniciar otro viaje a las cloacas del centro de Madrid: no soporto esa bigamia y me­nos el pensar que ellas llegasen al enamora­miento: creo que he nacido para ser el reye­zuelo dictador de las necesidades fisio­lógicas de mi bajo vientre.
Manuela se ha espatarrado tanto que sus nalgas han crujido desvencijadas. La re­dondez de los pezones se retuercen como goma neumática quemada. ¡Jódete, Ma­nuela! Ahora Manuela me parece un tanto espesa: un cocido recalentado. Huele a re­sina y a flujos. Tictac, tictac, tictac; el tiempo se ha comido a Manuela. Manuela ya no me excitaba: parecía una de esas tortu­gas darwinianas exentas de nuevas auro­ras.
Ahora Manuela me mira un tanto mustia, y eterna, sin pestañear: ¡siempre Manuela! No volverá a atormentarme con ese continuo sollozo sardónico burlón. Se ha retorcido sobre su inexistente esqueleto como una culebra, pero no ha dicho ni mú: fue el paradigma de la sumisión; la mujer perfecta. Pero ya no me excitaba ni con pi­las alcalinas: creo que preferiré la muñeca hinchable de Pamela Anderson; o similar.

(*) JUAN GONPER ES EDITOR (director de la editorial Celya en Salamanca) Y ESCRITOR.

(Relato que apareció en las páginas 41 y 42 del nº 9 de la revista 'Caminar conociendo')

No hay comentarios: