Por Juan Gonper (*)
Tictac, tictac, tictac: Manuela se espatarra edematosa y sin ropa interior ante mí. Le toco en una pierna, como en un roce sin querer, con el canto de la mano, y está fría. ¡Manuela! Ella, medio desvencijada, fuma un grueso Montecristo: Esta Circe finemilenaria se frota los muslos y me remira lasciva. Pasa el tiempo, y pasa, y las colillas cubren el cenicero y los pobres paupérrimos dormitan como trastocados cuerpos de cerumen junto al contenedor basurero de las hamburgueserías americanas.
Hoy no parece una noche como cualquier otra: vengo sin afeitar con los ojos legañosos y los pantalones casi caídos; y sin la vaselina: existo sólo y en mi compañía: mi ángel de la guarda nos observa y vomita, tras una brutal regurgitación, sobre las sabanas de Manuela: los últimos garbanzos sin digerir, del cocido de la comida, fluyen por la aduana de un esófago de goma con mucosas de plástico. Manuela coge uno con su mano libre y con dos dedos, muy remilgada ella, lo lanza hacia el techo con la fuerza de las tormentas de hostigo y veraniegas: Manuela podría ir a cualquier concurso de la tele: ha detenido la caída del cocido misil con el canalillo intermamario.
Así es Manuela: así es el cauce entretetas de Manuela. Y frente a ellas estoy yo con mi soledad: a solas: se me destiñe el bulto de la entrepierna. Manuela echa unas lágrimas sugerentes y postizas al estilo de las agüillas de las muñecas peponas. Y enfrente, más allá de ella, se abre el quinto pino del cielo repleto de estrellas y una carretera secundaria y el mapa de las subvenciones remolacheras y alguna que otra boina que no vivirá mucho sobre esta existencia.
Ya no me gusta desear a Manuela. Manuela lleva los tirabuzones de pelo de ahí de color carmesí; a la moda más hortera, y una mariposa pequeñita tatuada junto a la parte interior del muslo. Soy un capullo. Siempre he dicho que interesa lo que se presume y no se ve. Además se ha hecho un percing en la rasurada higa siguiendo un consejo mío. Así es esta indivisible Manuela. Y yo estoy frente a ella en un escorzo forzado y mirando por el rabillo del ojo.
Quizás me gustaría revitalizar a Manuela hasta matarla; ó rematarla como un vulgar cochinillo chillón. Ella no llega: estoy solo; sólo con Manuela. Las ideas me fluyen hacia las circunvoluciones cerebrales del bestialismo. Una golondrina da vueltas y mas vueltas por el enrejado vello de Manuela. Y mientras tanto Manuela se lo hace con mi sombra pero no se moja, no se moja, no se moja. Así es Manuela. ¡Un olé por estos huevos de frialdad y de Manuela!
¡Cuidado con Manuela!, hoy tengo un humor de perros: la hiel embriaga el humo de mi cigarro: la deflecada carretera curva de mi sombra se extiende infinita ante nosotros dos. La gente nos ve pasar pero no nos ve: ya es de noche. La gente tiene la mala costumbre de cambiar de día, todos los días, roncando o rezando o dando navajazos a cualquier maloliente borracho trotafarolas. ¡Hoy no soporto a Manuela!; ¡y ella en el limbo! Manuela me mira sin pestañear. ¡Házmelo como si fuera una perra!, me insinúa. Tengo jaqueca. Mis neuronas juegan a los bolos con la testosterona. ¡Que no, joder!; ¡que no! Hace calor y medito sobre los encabritados pechos de Manuela. Esta noche no es como otras noches. Temo sentirme engullido por ella y por Manuela; temo, incluso, algún tipo de alborotos en ellas.
Una negrísima mosca zumbona nos sobrevuela; en una esquina de nuestro espacio existencial un murgaño se ahorca con liquido seminal. Y Manuela que no llega, que no llega, que no llega.
No sé... Manuela se airea las greñudas trenzas del pelo. Parece una ingrávida barragana durmiendo la siesta. Manuela me hace perder el juicio: algún día alguna noche, desmembraré a Manuela para ver el fogoso mecanismo de su interior. Creo que un buen primer paso reventador sería meter una puñalada trapera en el pellejo del punto G de esta julandrona.
¡Vaya con Manuela! A Manuela le sudan los pies y me dejo contagiar. Era perfecta; una mujer cañón y de película. Alguna lejana noche de reprimidas pasiones estuve enamorado de Manuela y como en la ensoñación del umbral de un asombroso espacio de cristal: Manuela y yo: una tarde madrileña salí de copas por la Puerta del Sol, por Montera, por Fuencarral... Me esperaban mulatas trotamundos, varias saxofonistas solitarias, algún chapero encabritado y de pelo casposo; poco más. Entre tanta escoria de recidivantes pecados veniales me colé por ella: una piernas color canela en rama limitaban una minifalda de cuero negro y dos finos tacones altísimos: invité a Manuela a una copa. En aquellos tiempos yo me bebía la copa y la inducía a ella a relamer las húmedas comisuras de mis labios: antes me gustaba; ahora me joden sus resecos lengüetazos. Y, además, desde hace una cuantas ovulaciones no ha vuelto ha rascarme la espalda. Manuela me produce, ya, una cierta repugnancia; sus cuernos arañan mis entrañas y los temo más que a un vitorino. Tal vez seauna obsesión, ó un cierto grado de impotencia, pero debo huir de esa sombra del pasado.
Dice el poeta que a memoria es un viernes una nube. Estas frases suscitan un cosmos de imbéciles realidades inimaginarias: he comenzado ha incinerar a Manuela después de atar sus muñecas de mimbre con las cuentas de un rosario heredado de mi abuela. Los barrotes de nuestro lecho nupcial han chirriado: una cerilla y una botella de alcohol de curar heridas es suficiente para aliviar los ardores de mis entrañas. Huele a resignación; la habitación apesta a la memoria de versos inconclusos.
Manuela ha abierto aun más su boca de tragona nerviosa y echa un humo arrabalero muy negro. Pero no temo la cárcel ni los hambrientos sueños de incierto, y próximo, futuro; es la única solución antes de iniciar otro viaje a las cloacas del centro de Madrid: no soporto esa bigamia y menos el pensar que ellas llegasen al enamoramiento: creo que he nacido para ser el reyezuelo dictador de las necesidades fisiológicas de mi bajo vientre.
Manuela se ha espatarrado tanto que sus nalgas han crujido desvencijadas. La redondez de los pezones se retuercen como goma neumática quemada. ¡Jódete, Manuela! Ahora Manuela me parece un tanto espesa: un cocido recalentado. Huele a resina y a flujos. Tictac, tictac, tictac; el tiempo se ha comido a Manuela. Manuela ya no me excitaba: parecía una de esas tortugas darwinianas exentas de nuevas auroras.
Ahora Manuela me mira un tanto mustia, y eterna, sin pestañear: ¡siempre Manuela! No volverá a atormentarme con ese continuo sollozo sardónico burlón. Se ha retorcido sobre su inexistente esqueleto como una culebra, pero no ha dicho ni mú: fue el paradigma de la sumisión; la mujer perfecta. Pero ya no me excitaba ni con pilas alcalinas: creo que preferiré la muñeca hinchable de Pamela Anderson; o similar.
Tictac, tictac, tictac: Manuela se espatarra edematosa y sin ropa interior ante mí. Le toco en una pierna, como en un roce sin querer, con el canto de la mano, y está fría. ¡Manuela! Ella, medio desvencijada, fuma un grueso Montecristo: Esta Circe finemilenaria se frota los muslos y me remira lasciva. Pasa el tiempo, y pasa, y las colillas cubren el cenicero y los pobres paupérrimos dormitan como trastocados cuerpos de cerumen junto al contenedor basurero de las hamburgueserías americanas.
Hoy no parece una noche como cualquier otra: vengo sin afeitar con los ojos legañosos y los pantalones casi caídos; y sin la vaselina: existo sólo y en mi compañía: mi ángel de la guarda nos observa y vomita, tras una brutal regurgitación, sobre las sabanas de Manuela: los últimos garbanzos sin digerir, del cocido de la comida, fluyen por la aduana de un esófago de goma con mucosas de plástico. Manuela coge uno con su mano libre y con dos dedos, muy remilgada ella, lo lanza hacia el techo con la fuerza de las tormentas de hostigo y veraniegas: Manuela podría ir a cualquier concurso de la tele: ha detenido la caída del cocido misil con el canalillo intermamario.
Así es Manuela: así es el cauce entretetas de Manuela. Y frente a ellas estoy yo con mi soledad: a solas: se me destiñe el bulto de la entrepierna. Manuela echa unas lágrimas sugerentes y postizas al estilo de las agüillas de las muñecas peponas. Y enfrente, más allá de ella, se abre el quinto pino del cielo repleto de estrellas y una carretera secundaria y el mapa de las subvenciones remolacheras y alguna que otra boina que no vivirá mucho sobre esta existencia.
Ya no me gusta desear a Manuela. Manuela lleva los tirabuzones de pelo de ahí de color carmesí; a la moda más hortera, y una mariposa pequeñita tatuada junto a la parte interior del muslo. Soy un capullo. Siempre he dicho que interesa lo que se presume y no se ve. Además se ha hecho un percing en la rasurada higa siguiendo un consejo mío. Así es esta indivisible Manuela. Y yo estoy frente a ella en un escorzo forzado y mirando por el rabillo del ojo.
Quizás me gustaría revitalizar a Manuela hasta matarla; ó rematarla como un vulgar cochinillo chillón. Ella no llega: estoy solo; sólo con Manuela. Las ideas me fluyen hacia las circunvoluciones cerebrales del bestialismo. Una golondrina da vueltas y mas vueltas por el enrejado vello de Manuela. Y mientras tanto Manuela se lo hace con mi sombra pero no se moja, no se moja, no se moja. Así es Manuela. ¡Un olé por estos huevos de frialdad y de Manuela!
¡Cuidado con Manuela!, hoy tengo un humor de perros: la hiel embriaga el humo de mi cigarro: la deflecada carretera curva de mi sombra se extiende infinita ante nosotros dos. La gente nos ve pasar pero no nos ve: ya es de noche. La gente tiene la mala costumbre de cambiar de día, todos los días, roncando o rezando o dando navajazos a cualquier maloliente borracho trotafarolas. ¡Hoy no soporto a Manuela!; ¡y ella en el limbo! Manuela me mira sin pestañear. ¡Házmelo como si fuera una perra!, me insinúa. Tengo jaqueca. Mis neuronas juegan a los bolos con la testosterona. ¡Que no, joder!; ¡que no! Hace calor y medito sobre los encabritados pechos de Manuela. Esta noche no es como otras noches. Temo sentirme engullido por ella y por Manuela; temo, incluso, algún tipo de alborotos en ellas.
Una negrísima mosca zumbona nos sobrevuela; en una esquina de nuestro espacio existencial un murgaño se ahorca con liquido seminal. Y Manuela que no llega, que no llega, que no llega.
No sé... Manuela se airea las greñudas trenzas del pelo. Parece una ingrávida barragana durmiendo la siesta. Manuela me hace perder el juicio: algún día alguna noche, desmembraré a Manuela para ver el fogoso mecanismo de su interior. Creo que un buen primer paso reventador sería meter una puñalada trapera en el pellejo del punto G de esta julandrona.
¡Vaya con Manuela! A Manuela le sudan los pies y me dejo contagiar. Era perfecta; una mujer cañón y de película. Alguna lejana noche de reprimidas pasiones estuve enamorado de Manuela y como en la ensoñación del umbral de un asombroso espacio de cristal: Manuela y yo: una tarde madrileña salí de copas por la Puerta del Sol, por Montera, por Fuencarral... Me esperaban mulatas trotamundos, varias saxofonistas solitarias, algún chapero encabritado y de pelo casposo; poco más. Entre tanta escoria de recidivantes pecados veniales me colé por ella: una piernas color canela en rama limitaban una minifalda de cuero negro y dos finos tacones altísimos: invité a Manuela a una copa. En aquellos tiempos yo me bebía la copa y la inducía a ella a relamer las húmedas comisuras de mis labios: antes me gustaba; ahora me joden sus resecos lengüetazos. Y, además, desde hace una cuantas ovulaciones no ha vuelto ha rascarme la espalda. Manuela me produce, ya, una cierta repugnancia; sus cuernos arañan mis entrañas y los temo más que a un vitorino. Tal vez seauna obsesión, ó un cierto grado de impotencia, pero debo huir de esa sombra del pasado.
Dice el poeta que a memoria es un viernes una nube. Estas frases suscitan un cosmos de imbéciles realidades inimaginarias: he comenzado ha incinerar a Manuela después de atar sus muñecas de mimbre con las cuentas de un rosario heredado de mi abuela. Los barrotes de nuestro lecho nupcial han chirriado: una cerilla y una botella de alcohol de curar heridas es suficiente para aliviar los ardores de mis entrañas. Huele a resignación; la habitación apesta a la memoria de versos inconclusos.
Manuela ha abierto aun más su boca de tragona nerviosa y echa un humo arrabalero muy negro. Pero no temo la cárcel ni los hambrientos sueños de incierto, y próximo, futuro; es la única solución antes de iniciar otro viaje a las cloacas del centro de Madrid: no soporto esa bigamia y menos el pensar que ellas llegasen al enamoramiento: creo que he nacido para ser el reyezuelo dictador de las necesidades fisiológicas de mi bajo vientre.
Manuela se ha espatarrado tanto que sus nalgas han crujido desvencijadas. La redondez de los pezones se retuercen como goma neumática quemada. ¡Jódete, Manuela! Ahora Manuela me parece un tanto espesa: un cocido recalentado. Huele a resina y a flujos. Tictac, tictac, tictac; el tiempo se ha comido a Manuela. Manuela ya no me excitaba: parecía una de esas tortugas darwinianas exentas de nuevas auroras.
Ahora Manuela me mira un tanto mustia, y eterna, sin pestañear: ¡siempre Manuela! No volverá a atormentarme con ese continuo sollozo sardónico burlón. Se ha retorcido sobre su inexistente esqueleto como una culebra, pero no ha dicho ni mú: fue el paradigma de la sumisión; la mujer perfecta. Pero ya no me excitaba ni con pilas alcalinas: creo que preferiré la muñeca hinchable de Pamela Anderson; o similar.
(*) JUAN GONPER ES EDITOR (director de la editorial Celya en Salamanca) Y ESCRITOR.
(Relato que apareció en las páginas 41 y 42 del nº 9 de la revista 'Caminar conociendo')
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