ARCONADA Y LEDESMA RAMOS:
Por Daniel Fernández de Miguel (*)
César Muñoz Arconada (1898-1964) llega a Madrid en aquellos años 20 tan profusos en lo que a la vida literaria se refiere. Procedente de Palencia, donde ya había comenzado a destacar en el terreno intelectual, sobre todo en la actividad periodística, pronto entrará en el círculo literario madrileño, participando activamente en los movimientos vanguardistas. Son años caracterizados “por la alegría inicial del descubrimiento de lo vanguardista”, en clara contraposición con lo que acontecerá en los años 30, definidos por la “aguda crisis de identidad -¿qué es el arte?, ¿cuál es su finalidad?-, junto al predominio de los valores del compromiso sobre lo puramente eutrapélicos que podrían caracterizar la década precedente” (1*. Por tanto, Arconada llega a Madrid en un momento en que las vanguardias causan furor entre los jóvenes intelectuales y, en tal contexto, no es de extrañar que el escritor palentino adopte enseguida el vanguardismo, más concretamente el constructivismo cubista, como seña de identidad cultural: en aras de una imprecisa modernidad se rechaza de lleno la decadente sociedad burguesa. Son tiempos en los que lo juvenil está en boga.
Así las cosas, Arconada se va a convertir en uno de aquellos jóvenes vanguardistas que coincidirán, en torno a Ernesto Giménez Caballero, en La Gaceta Literaria, el portavoz más destacado del vanguardismo en España.
Para aquel entonces, Arconada ya ha entablado amistad con su vecino de Cuatro Caminos, el zamorano Ramiro Ledesma Ramos (1905-1936), otro joven de provincias instalado en Madrid que, como él, muestra hondas inquietudes intelectuales y, también, al igual que él, se gana la vida trabajando como empleado de correos.
A principios de 1927, ante el interés de Ledesma por conocer a Giménez Caballero, Arconada hace de intermediario entre ambos, inconsciente de que ponía en contacto a los futuros creadores del primer fascismo español. A partir de entonces los artículos de Ledesma en La Gaceta serán constantes, convirtiéndose de hecho en el colaborador que más asuntos filosóficos y científicos tratase en el periódico quincenal.
Por su parte, Arconada llegaba a convertirse en redactor-jefe de la publicación, una vez que el primigenio Secretario, Guillermo de la Torre, cuñado de Jorge Luis Borges, marchara con destino a Buenos Aires. De este modo quedaba reconocida la valía de Arconada, considerado injustamente por la crítica como un escritor “menor”, obnubilada pro la existencia de una pléyade de magníficos escritores, homogeneizada en torno al concepto de “generación”, que produce la impresión de que no han existido otros escritores –como Arconada-, siendo relegados a un inmerecido segundo plano.
En sus memorias Giménez Caballero se vanagloria, un tanto exageradamente, de haber alumbrado en La Gaceta Literaria las dos antagónicas juventudes políticas –comunistas y fascistas- que años más tarde se enfrentarían en la Guerra Civil y que, de entrada, hicieron inviable la continuidad del periódico quincenal más allá de 1932. Y es que Giménez Caballero advirtió muy pronto el contenido político latente en el movimiento vanguardista y que en torno a 1930 comenzaría a manifestarse.
Arconada y Ledesma Ramos van a ser paradigmáticos en esta evolución seguida por los jóvenes vanguardistas. Si en 1927, ante la encuesta sobre vanguardia y política realizada por Miguel Pérez Ferrero en La Gaceta, Arconada marcaba una clara línea de separación entre la política “que es utilidad y realidad” y la literatura que “es deporte, juego, prestidigitación. La literatura es magia”, centrando su interés en esta última, en 1930, ante la misma cuestión, consideraba finiquitado el vanguardismo literario, una vez que había logrado alcanzar “la quiebra de lo exquisito”. De ahí que “el joven que todavía sigue siendo vanguardista –acometedor- se interesa por otros aspectos, por otros objetivos menos logrados: la política. Es un ejército que cambia de frente. Conquistado un sector se decide a emprender la conquista de otro”.
En Ledesma Ramos esta evolución es todavía más intensa, llegando a renegar abiertamente de lo que había sido la esencia de La Gaceta. En 1930, advirtiéndose ya un inequívoco tono fascista en sus palabras, escribía: “No hay en la vanguardia solidez para ninguna cosa. No significó para la vida española la llegada de una juventud bien dotada y animosa, que guerrease en todos los frentes. No dio a España una idea nueva ni logró recoger y atrapar las insinuaciones europeas más prometedoras (...) Desde luego, decimos nosotros, a todos se les escapa el secreto de la España actual, afirmadora de sí misma, nacionalista y con voluntad de poderío”.
Por tanto, ahora nos encontramos ante una saturación del vanguardismo literario que deviene en abierto rechazo. Nada mejor refleja esta nueva situación que las siguientes palabras del literario José Díaz Fernández, otro de los olvidados del 27, escritas también en 1930: “Defender una estética puramente formal, donde la palabra pierde todos aquellos valores musicales o plásticos, es un fiasco intelectual, un fraude que se hace a la época en que vivimos que es de las más ricas en conflictos y problemas” (2*.En este contesto, la rabiosa contemporaneidad del movimiento vanguardista, su marcado carácter juvenil, se va a convertir en el caldo de cultivo perfecto para la adscripción de la mayoría de los vanguardistas a movimientos políticos extremistas, contrarios a un liberalismo al que consideran caduco y decadente, incapaz de resolver los profundos problemas del país. Así pues, entre finales de los llamados happy twenties y comienzos de los duros años 30, Arconada y Ledesma van a abandonar el vanguardismo cultural al que habían estado estrechamente ligados y se van a ir aproximando a la arena política. Ambos se van a definir ideológicamente de manera radicalmente antagónica. Comunismo y fascismo personalizados en dos antiguos amigos que pagarían su militancia, por avatares de la Historia, con una amarga derrota: Ledesma, ejecutado por lo republicanos en octubre de 1936 y Arconada exiliado en la URSS hasta el año de su muerte, 1964, tras una breve estancia en Francia colmada de penurias.
(*) Daniel Fernández de Miguel es politólogo
(tomado de las páginas 25 y 26 del nº 9 de 'caminar conociendo')
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