BEBELA, UN JARDÍN EN LAS NAVAS
Por Joaquín Lledó (1)
Lugar de muchas delicias. Así es el jardín de Isabel *. Huerto cerrado al mundo y a sus prisas. Entre la estación * del ir y venir y eso lago * en el que las noches oscuras se reflejan las diminutas estrellas, morada en la pendiente de la nava. Cuenco en el que se vara el rumor de Heráclito, aquello de que todo fluye, de que todo pasa. Ladera que quizás sube o que quizás baja.
Muy probablemente el jardín de Isabel no sea sino la piel de una divinidad despellejada por haber querido seducir a la bella con esa sinfonía en la que se armonizan vientos y brisas, el rumor de los pájaros y las lujuriosas vibraciones de los insectos. Una piel que guarda lo rudo y áspero del velludo sátiro y lo suave y perfumada del cutis de la ninfa. Lugar en el que el infierno cede y deja renacer la belleza.
Pero en cualquier caso, los árboles que con tanto esmero plantó Antonio, en este lugar guardián de los misterios, señalan al cielo como punteros de maestra. Y el sol, mientras surca su mar azul, crea con ellos, sobre la verde pendiente, encaje de sombras. ¿Qué secreto esconde el texto que trazan entre los laureles los oscuros renglones? ¿Qué confidencias deposita el cálido astro sobre el húmedo musgo de la libertaria abadesa? ¿A qué tesoros los brillos que recorren, temblorosos como caricias, su verdor, su esmeralda? Muchas son las almas que se venderían por obtener la respuesta.
En cualquier caso aquí es donde Isabel cose y canta esas cosas del amor del que ella es doctora. Es aquí donde lee los versos que le dedican los poetas. Donde medita esa sinrazón que es razón de todas las razones. ¿Cómo puede el corazón amar tanto y a tanta cosa? La respuesta sólo la tiene ella, que oficiaba de sacerdotisa del amor en aquellas tertulias de la Manuela, ante aquellos devotos que hoy parecen haber olvidado sus enseñanzas. Aunque quizás no. Quizás lo que ella enseñaba, aunque no pueda ser conocido, ni domesticado ni sabido, tampoco pueda ser olvidado. Quizás, porque cosa rara es el amor, lo que ocurra simplemente es que el pensamiento, que por él se agita, no consiga darle forma que perdure.
Lo que ella enseña, o, mejor dicho, lo que su existir desvela a aquellos que hemos tenido la suerte de compartir con ella algunos instantes, sin duda se refleja en los libros que ha ido escribiendo, en su actividad docente. Sin embargo, hay en el fervor con el que ella se ha entregado al estudio del libertario amor algo que muy probablemente nunca puede llegar a ser plenamente revelado. Algo cuya esencia sea, y no pueda dejar de ser, sino recatado secreto. Pero, pese a ello, sin ninguna duda existe una ínsula gobernada por el amor de la que Isabel es abadesa. Y muy probablemente este jardín no sea, en definitiva, sino el mapa que hacia ella conduce.
Al menos, aquellos que más o menos somos, cuando nos sentimos como llevados, arrasados, embelesados, en Bebela pensamos. Pero lo curioso es que, siendo lugar al que nos lleva el amor, que es siempre empresa joven, también cuando nos sentimos viejos, cansados, ahítos, acabados, recordar el jardín de Isabel, tan hermoso ahora, cuando se anuncia el verano, trae a estos corazones que laten entre aquí y allá un muy dulce sosiego. Ello no es raro, pues jardín de abadesa libertaria, que cuida con esmero el hermano Antonio, en este lugar guardián de los misterios. Como San Fiacre, jardinero.
(1) Joaquín Lledó, escritor y cineasta, redactor jefe de la revista Album Letras-Artes
(*) Isabel Escudero Ríos
(*) Barrio residencial de la Estación, en Las Navas del Marqués.
(*) Lago que está en la Ciudad Ducal, otro barrio residencial cercano al anterior (de mayor lujo) de Las Navas del Marqués.
TEXTO QUE APARECE EN LAS PÁGINAS 43 y 44 DE LA REVISTA 'CAMINAR CONOCIENDO', Nº 9
Por Joaquín Lledó (1)
Lugar de muchas delicias. Así es el jardín de Isabel *. Huerto cerrado al mundo y a sus prisas. Entre la estación * del ir y venir y eso lago * en el que las noches oscuras se reflejan las diminutas estrellas, morada en la pendiente de la nava. Cuenco en el que se vara el rumor de Heráclito, aquello de que todo fluye, de que todo pasa. Ladera que quizás sube o que quizás baja.
Muy probablemente el jardín de Isabel no sea sino la piel de una divinidad despellejada por haber querido seducir a la bella con esa sinfonía en la que se armonizan vientos y brisas, el rumor de los pájaros y las lujuriosas vibraciones de los insectos. Una piel que guarda lo rudo y áspero del velludo sátiro y lo suave y perfumada del cutis de la ninfa. Lugar en el que el infierno cede y deja renacer la belleza.
Pero en cualquier caso, los árboles que con tanto esmero plantó Antonio, en este lugar guardián de los misterios, señalan al cielo como punteros de maestra. Y el sol, mientras surca su mar azul, crea con ellos, sobre la verde pendiente, encaje de sombras. ¿Qué secreto esconde el texto que trazan entre los laureles los oscuros renglones? ¿Qué confidencias deposita el cálido astro sobre el húmedo musgo de la libertaria abadesa? ¿A qué tesoros los brillos que recorren, temblorosos como caricias, su verdor, su esmeralda? Muchas son las almas que se venderían por obtener la respuesta.
En cualquier caso aquí es donde Isabel cose y canta esas cosas del amor del que ella es doctora. Es aquí donde lee los versos que le dedican los poetas. Donde medita esa sinrazón que es razón de todas las razones. ¿Cómo puede el corazón amar tanto y a tanta cosa? La respuesta sólo la tiene ella, que oficiaba de sacerdotisa del amor en aquellas tertulias de la Manuela, ante aquellos devotos que hoy parecen haber olvidado sus enseñanzas. Aunque quizás no. Quizás lo que ella enseñaba, aunque no pueda ser conocido, ni domesticado ni sabido, tampoco pueda ser olvidado. Quizás, porque cosa rara es el amor, lo que ocurra simplemente es que el pensamiento, que por él se agita, no consiga darle forma que perdure.
Lo que ella enseña, o, mejor dicho, lo que su existir desvela a aquellos que hemos tenido la suerte de compartir con ella algunos instantes, sin duda se refleja en los libros que ha ido escribiendo, en su actividad docente. Sin embargo, hay en el fervor con el que ella se ha entregado al estudio del libertario amor algo que muy probablemente nunca puede llegar a ser plenamente revelado. Algo cuya esencia sea, y no pueda dejar de ser, sino recatado secreto. Pero, pese a ello, sin ninguna duda existe una ínsula gobernada por el amor de la que Isabel es abadesa. Y muy probablemente este jardín no sea, en definitiva, sino el mapa que hacia ella conduce.
Al menos, aquellos que más o menos somos, cuando nos sentimos como llevados, arrasados, embelesados, en Bebela pensamos. Pero lo curioso es que, siendo lugar al que nos lleva el amor, que es siempre empresa joven, también cuando nos sentimos viejos, cansados, ahítos, acabados, recordar el jardín de Isabel, tan hermoso ahora, cuando se anuncia el verano, trae a estos corazones que laten entre aquí y allá un muy dulce sosiego. Ello no es raro, pues jardín de abadesa libertaria, que cuida con esmero el hermano Antonio, en este lugar guardián de los misterios. Como San Fiacre, jardinero.
(1) Joaquín Lledó, escritor y cineasta, redactor jefe de la revista Album Letras-Artes
(*) Isabel Escudero Ríos
(*) Barrio residencial de la Estación, en Las Navas del Marqués.
(*) Lago que está en la Ciudad Ducal, otro barrio residencial cercano al anterior (de mayor lujo) de Las Navas del Marqués.
TEXTO QUE APARECE EN LAS PÁGINAS 43 y 44 DE LA REVISTA 'CAMINAR CONOCIENDO', Nº 9
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