lunes, 8 de enero de 2007

EL TEJAR

EL TEJAR.*

por Tomás García Yebra

Uno de los paseos más bonitos que se pueden hacer desde la Estación (1*) es el que conduce al Tejar, un ca­mino entre jaras y pinos que tiene su primera parada en la ermita de San Mi­guel. El pequeño templo está si­tuado en una pradera, junto al arroyo del Corcho, y allí, todos los veranos -el 15 de agosto-, se celebra una rome­ría cuyos orígenes se remontan a los años cincuenta.

A las seis de la tarde, la Virgen sale en andas desde la iglesia de la Asunción y es transportada, en­tre flo­res y una banda de música, hasta la er­mita del santo. Detrás, en disciplinada marcha, se agrupan los fe­ligreses. Nada más llegar a ese precioso paraje, el cura párroco oficia una misa y a con­tinuación se merienda.

La gente desea que ese día haga buen tiempo, pero la romería adquiere toda su fuerza telúrica cuando hay tor­menta. Una de esas tormentas de nubes negras que comienza a espesarse a las tres de la tarde y que, hacia las seis y media, desata su ira a base de rayos, truenos y una fortísima lluvia. Ver a la Virgen con su manto azul, la banda de música compitiendo con el aparato eléctrico y la gente calándose hasta los huesos sin rechistar es un espectáculo realmente grandioso.

En la pradera, el centenar de per­sonas que se reúne merienda a dos carrillos. Se charla, se intercam­bian palabras y fiambres, y, hacia las ocho o las nueve, una berlina o un todoterreno los transporta muellemente hasta sus casas.

No siempre fue así.

Enfrente de la ermita, a tiro de ballesta, se encuentra el Tejar. Varias chozas de ladrillo medio de­rruidas, res­tos de hornos y una valla protegiendo el recinto invitan a pensar que allí tuvo que haber vida. Y la hubo. Y todavía la hay, puesto que un hombre de 64 años, Perfecto Santos, baja a diario desde el pueblo para dar de comer a los caballos y cuidar de su huerto. No quiere perder sus raíces. Ni su memoria.

Perfecto no nació en el Tejar, pero su hermano mayor, Sotero, abrió por primera vez los ojos un poco más abajo, en la Casa de los Cacharros. Eran cinco hermanos: Sotero, María, Francisca, Josefa y Perfecto, y todos se criaron entre pinares. En la Casa de los Cacharros -apenas quedan en pie las cuatro paredes-, la fa­milia Santos -el padre, la madre y los hijos- fabri­caba tejas, ladrillos, botijos, cazuelas, potes para la resina y unas lecheritas que, convenientemente rellenas de le­che, se vendían en el andén de la esta­ción de ferrocarril. Los viajeros descen­dían de los vagones para com­prarlas, o bien las pedían desde las ven­tanillas.

En los años cuarenta la familia consideró que vivía demasiado lejos y se trasladó desde la Casa de los Cacha­rros al Tejar.

Perfecto, con siete años, ayu­daba en el huerto y llevaba las cabras a triscar por el monte. "En in­vierno baja­ban los lobos, pero les tirabas un canto y se iban; un día me descuidé y me ro­baron una cabriti­lla".

Por el Tejar merodeaban los lo­bos y también los maquis. "Uno iba muy bien vestido -recuerda Perfecto-, llevaba un sombrero negro y no sé qué hablaría con mi padre; se ponían a hablar pero no sé qué se dirían".

Una noche, con 16 años, se sin­tió morir. "Me entraron unos retortijo­nes que no me tenía. A la ma­ñana si­guiente cogí el borrico y subí al pue­blo. Me vio el médico, don Mario, y me dijo que había que ope­rar con ur­gencia. Era apendicitis. Me operó en mi casa, en la casa que teníamos en Las Navas. Mandó traer de una carnicería un tablero de mármol, lo fregaron con estropajo y jabón y allí encima me operó".

Le anestesiaron con un líquido que le echaron por la nariz. A la mitad de la operación, Perfecto se despertó. "Vi unas tripas a mi lado y le pregunté a don Mario de quién eran". 

"Son tu­yas", respondió, "pero no te preocupes que ahora te las coloco".

Uno de los días más felices de su vida ocurrió cuando nació su her­mana pequeña. Su madre dio a luz en la casa del pueblo. Perfecto, al oír el llanto del bebé, bajó dando brincos de alegría hasta el Tejar. "¡Padre, tene­mos una hermanita! ¡Padre, tenemos una hermanita!", le gritó a don Sotero Santos, quien besó emocionado a su hijo.

Otra de las alegrías de su vida sobrevino cuando oyó por primera vez al titiritero. Su hermano y sus herma­nas salieron corriendo, y él, sin saber a dónde iba, fue detrás de ellos. El titiri­tero se ponía enfrente del bar Marti­gón. "Llevaba una cabra y la hacía subir a un poyete, y era lista la jodía porque se ponía de ma­nos y le obede­cía en todo. La primera vez no sabía a dónde iban mis hermanos, pero, a par­tir de ese día, era oír la música y salir corriendo para ver lo que hacía aquel hombre con la cabra"

Don Sotero, en los ratos libres, leía novelas del oeste, de Marcial La­fuente Estefanía, mientras la madre remendaba la ropa del marido y sus cinco hijos.

En los años cincuenta, el padre compró una radio y la radio les cambió la vida. "Mis hermanas se quedaban traspasás con las radionovelas; la oía­mos mucho, hasta por las noches, to­dos juntos alrededor de la lumbre". Para iluminar la casa utilizaban lámpa­ras de carburo y teas de resina que "humedecíamos con agua para que aguantaran".

La madre, Felipa Sánchez, horneaba los sábados varias hogazas de pan que les tenían que durar toda la semana. Al año mataban tres cerdos, y también administraban la carne con cautela para que perdurara varios me­ses. "Hambre nunca hemos pasado. Ni frío. Por Semana Santa comíamos hasta reventar".

Los padres se fueron haciendo mayores y las grandes fábricas comen­zaron a orillar a las chicas. La produc­ción artesanal se convirtió en algo ex­ótico y ya no era rentable.

El Tejar dejó de funcionar a me­diados de los años setenta. Un perro -el perro de Perfecto- es el úl­timo in­quilino de un lugar que, a las nueve de la mañana, con la fresca del verano, se respira la misma paz que en el claustro de un monasterio.

Continuando hacia abajo y, to­mando el camino de la derecha, se llega a la Ciudad Ducal (2*) (por la zona del embalse), pero si uno gira a la izquierda se topa con los prados de Blascoceo, donde el arroyo del Cor­cho nos sorprende con varios restos de molinos, y si continuamos hacia ade­lante entonces emergen los primeros pinos piñoneros, el anuncio de que es­tamos adentrándonos en el término de Hoyo de Pinares.

Es una ruta que se puede hacer andando, en moto, en bicicleta de mon­taña, a caballo o en un todote­rreno. A nadie defraudará.

En la ermita de San Miguel se han casado varias parejas, entre ellas el matrimonio formado por Kiki Landa y Elvira. Precisamente a Kiki Landa, a José Luis Fernández, "Coche", y a la asociación de vecinos San Miguel de la Ermita debemos que la Estación no se muera en el verano y que el Ayunta­miento no nos olvide el resto del año.



(1*) Barrio de Las Na­vas del Marqués que recibe di­cho nombre por estar situado en los alre­dedores de la esta­ción del tren.
(2*) Barrio residencial del término de Las Navas del Marqués.
*Capítulo del libro “Vida secreta de Las Navas del Marqués” de Tomás Gar­cía Yebra. Ediciones Liberta­rias, 2001


TOMADO DE 'CAMINAR CONOCIENDO', Nº. 9 y PAGINAS 4 y 5
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Fotos: Tomás García Yebra

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